La historia de Ibn Battuta, el más conocido e importante de todos los aventureros musulmanes de la Edad Media, comienza en Tánger, ciudad en la que nació en 1304 en el seno de una familia culta y acomodada. Se cuenta que su padre era un cadí, un magistrado islámico, por lo que creció rodeado de libros que probablemente hacían volar su imaginación. Quizá fueron aquellas primeras lecturas las que empujaron a aquel muchacho a emprender un vasto periplo que duraría treinta años y unos 120.000 km.
Se adentró en territorios poco conocidos; salvó el pellejo en diversas ocasiones huyendo de ataques piratas y tormentas; compartió lecho con todo tipo de mujeres exóticas; esquivó el envite de la peste negra; y contó sus aventuras y desventuras con profusión de detalles en una rihlah, o libro de viajes. Ese relato, traducido en Occidente como A través del islam, constituye el retrato más fiel que existe sobre la historia y la geografía del ámbito musulmán durante la Edad Media.
Camino a La Meca
Reza una vieja sentencia de san Agustín que “el mundo es un libro y aquellos que no viajan solo leen una página”. Visto así, Ibn Battuta fue uno de los mejores lectores del mundo. Cuando contaba tan solo 21 años, se despidió de sus padres para embarcarse en la primera de las aventuras de su vida: la peregrinación a La Meca, o el hajj, que constituye uno de los cinco pilares del islam y precepto religioso para todo buen musulmán. Poco podía imaginar aquel muchacho, cuando zarpó de Tánger rumbo a La Meca, que no volvería a ver a sus padres con vida y que tardaría más de 20 años en volver a visitar su país. Surcó el norte africano sin apenas detenerse hasta llegar a Alejandría, la primera parada de sus viajes.
Egipto cautivó la mirada de Battuta, que se deshizo en halagos para describir el Nilo y las vastas y fértiles regiones que bañaba, aunque en sus crónicas apenas menciona las piedras del Egipto faraónico. Para el islam, aquella época, como las de la antigua Grecia y Roma, constituía un período de ignorancia, por lo que no se le prestaba demasiada atención. De allí, Battuta se encaminó hacia Palestina y Siria. Llegó a Jerusalén en 1326, poco después de la salida de los cristianos. Se sintió abrumado por la belleza de la ciudad y no reparó en alabanzas al describir la cúpula dorada de la mezquita de Omar, donde según la tradición se halla la piedra en que Abraham quiso sacrificar a su hijo. Tras pasar el mes del ramadán en Damasco, se dirigió a Medina, donde está enterrado el profeta Mahoma. Y finalmente alcanzó La Meca, donde cumplió con el ritual de la circunvalación, el de dar siete vueltas al santuario de la Kaaba, la Piedra Negra, en el sentido contrario a las agujas del reloj.
La casualidad quiso que poco después de llegar a La Meca se cruzara con un grupo de peregrinos venidos de Persia que se dirigían a sus hogares. Battuta se fue con ellos y recorrió múltiples puntos de los actuales Irak e Irán. Un año más tarde, en 1327, arribaba a Bagdad, la ciudad cantada por los poetas, gran capital de la dinastía abasí, la de los grandes califas derrocada por los mongoles setenta años antes. A Battuta, Bagdad le impresionó. La describió de forma poética en sus relatos como una ciudad arrasada por el azote mongol: “Nada le queda de la gloria pasada, salvo su nombre...”.
En los dominios mongoles
Battuta recorrió el Irak de los persas y se lamentó del estado en que habían quedado las ciudades devastadas por los mongoles. En su rihlah, además, describe con gran disgusto, por primera vez y de forma clara, a los herejes del islam. Battuta era muy religioso, lo que era de esperar del hijo de un cadí de la ortodoxia islámica, por lo que le molestaba profundamente todo aquello que se apartara de lo que marcaba el Corán. En Bagdad conoció al joven Abu Said Bahadur, gobernante del iljanato persa. Se ganó su simpatía y durante algún tiempo viajó con la caravana real, aunque luego la abandonó para emprender parte de la ruta de la seda.
Le movía la curiosidad por ver en persona qué llevaba a los comerciantes musulmanes hasta aquellas regiones, en las que el árabe no era la lengua mayoritaria. 
Tras un corto trayecto retornó a Bagdad y visitó ciudades como Tabriz, Ispahan y Chiraz, la antigua Persépolis, hasta que decidió emprender de nuevo la peregrinación a La Meca y cumplir por segunda vez con el rito del hajj. En la ciudad permaneció algún tiempo y se dedicó a la vida religiosa, aunque pronto el espíritu viajero volvió a apoderarse de él. Optó por embarcarse en una larga travesía por mar en la que recorrió las costas africanas al sur de la península arábiga. Le movía la curiosidad por ver en persona qué llevaba a los comerciantes musulmanes hasta aquellas regiones, en las que el árabe no era la lengua mayoritaria.
Visitó Mogadiscio, Mombasa y Zanzíbar, ciudades en las que apenas permaneció una semana, hasta que llegó, en 1331, a Kilwa, una pequeña isla frente a la costa de Tanzania que durante los siglos IX y XVI fue un importante puerto comercial. En ella se cambiaban el oro y el hierro de Zimbabue, los esclavos y el marfil del África oriental por tejidos, porcelanas, joyas y especias venidas de Asia. Battuta quedó extasiado por la “belleza de la gran ciudad, con edificios construidos en piedra de coral”.
Satisfecha su curiosidad, aprovechó la temporada del monzón para dirigirse al golfo Pérsico en barco y alcanzar, de nuevo, el sur de Arabia, donde visitó la región de Omán y Ormuz. Fascinado por la pesca de perlas que se practicaba en esta ciudad, se dejó impresionar hasta tal punto que afirma en su relato que los jóvenes buscadores permanecían bajo el agua ¡una hora! Desde allí cruzó el desierto para efectuar su tercera visita a La Meca. Tras pasar otro año en ella, emprendió viaje de nuevo. Esta vez dejó atrás la costa siria, atravesó Turquía y el mar Negro y tomó tierra en Crimea, desde donde se adentró en los territorios de la Horda de Oro, otro de los janatos del Imperio mongol. El Khan, según el relato de Battuta, lo recibió con gran lujo y le hizo el honor de compartir varias de sus esposas oficiales. El marroquí se unió incluso a su caravana en un trayecto hasta Astracán, en el río Volga, y se prestó, un poco más tarde, a acompañar a una de las esposas del Khan, que quería dar a luz en su ciudad natal, Constantinopla. Sería la primera vez que Battuta abandonase los límites del mundo islámico.
La joya de la corona
El viajero visitó la Constantinopla cristiana un siglo antes de su caída ante los otomanos. Y a pesar de que fue recibido por el propio emperador Andrónico III con todas las atenciones, Ibn Battuta se siente descolocado. Cuenta con un guía que apenas habla árabe, por lo que no comprende bien lo que le cuentan ni las costumbres de aquellas gentes. Eso no le impide admirar la gran belleza de la iglesia de Santa Sofía. Desde la capital bizantina regresa a la Horda de Oro por tierras rusas, unos páramos que ensombrecieron su corazón. Eran dominios apenas habitados cuyas gentes comerciaban con poco más que pieles de animales.
El explorador quiso continuar nada menos que a India, donde había oído que el Sultán buscaba magistrados. Battuta atravesó las llanuras asiáticas y comprobó una vez más la ruina provocada por los mongoles. En Kabul se refiere a los afganos como los “feroces pobladores de las montañas”. Y, por fin, el subcontinente.
Ibn Battuta dedica un tercio de su libro de viajes a explicar los siete años que pasa en la India. 
India es la joya de la corona del relato de Ibn Battuta. De hecho, dedica un tercio de su libro de viajes a explicar los siete años que pasa en aquel país. Le fascina su lujo, magnificencia y grandiosidad. El sultanato de Delhi era una adición relativamente reciente a Dar al-Islam, la tierra del islam, y el sultán se había propuesto atraer a tantos estudiosos musulmanes como fuera posible para consolidar su poder. Ibn Battuta contaba con una buena reputación, por lo que no le resultó difícil obtener un trabajo como cadí. Ya entonces Delhi era una ciudad superpoblada, en su mayoría por hindúes, y los musulmanes, que eran una minoría, constituían la élite gobernante. Allí ejerció de juez, lideró misiones diplomáticas, prosperó y alcanzó los más altos honores bajo el paraguas del sultán.
En su crónica, Battuta describe sin rodeos la crueldad, la política discriminada y el odio que la élite musulmana aplica a los hindúes; y es que a los árabes les repugnaba su politeísmo. Pero, además, el sultán resulta ser un tirano sanguinario, y el marroquí, sintiéndose en peligro, necesita desesperadamente un motivo para abandonar la corte. El propio sultán le dará la solución: viajar como embajador suyo a China, lo que Battuta acepta encantado. Pero ocupar su cargo tendrá sus trabas.
El aventurero zarpa de India en dirección a las Maldivas, de donde las autoridades, interesadas en su conocimiento del islam, dificultan su marcha. Recala allí durante un año y medio y se casa con varias mujeres isleñas de elevado rango social. Valiéndose de sus dotes como cadí, incluso intentó hacerse con el poder, aunque no le salió bien la jugada. Logró entonces dirigirse a Ceilán, la actual Sri Lanka, donde escaló la célebre montaña que, según una leyenda, contiene la huella de Adán. Una tormenta destrozó las embarcaciones de la pequeña expedición de Battuta cuando pretendía continuar viaje. Y otro imprevisto más lo dificultó: un grupo de piratas hindúes atacó al grupo y los desvalijó por completo. Por poco pierde la vida. La misión estaba siendo un completo fracaso, y Battuta temía la ira del sultán si regresaba a Delhi, por lo que decidió seguir avanzando como fuese. Por suerte, en Sumatra, el príncipe de Samudra le proporcionó lo necesario para continuar. Y consiguió alcanzar China. Desembarcó en Quanzhou, en la provincia de Fujian. Desde allí visitó otros puertos del imperio, como el de Cantón.
En su rihlah narra un viaje mucho más al norte, pero los expertos consideran que es imposible,puesto que Battuta describe un trayecto de miles de kilómetros que afirma haber realizado en pocos días. Lo más seguro es que Battuta no alcazara a ver Pekín ni la Gran Muralla. De hecho, sus descripciones en este punto, a diferencia de otros pasajes del relato, son pobres en anécdotas e historias personales.
Con la muerte en los talones
Hacía mucho que la dinastía Yuan, de origen mongol, acusaba debilidades, y los saqueos de los proscritos, junto con grandes desastres naturales, acabaron por restarle apoyo popular. Las agitaciones que sacudían China empujaron a Battuta a emprender el regreso hacia Occidente en 1347. Tras pasar de nuevo por Sumatra y el sur de India, decidió no visitar Delhi y continuar su camino hasta Ormuz, de donde viajó a Alepo y Damasco. En esta última ciudad se enteró de que su padre había fallecido 15 años atrás, y la muerte le acechará en cada esquina durante todo el año siguiente, porque la peste negra había comenzado a extenderse. Battuta fue comprobando los estragos que causaba en su periplo por Siria y Palestina. Una vez en Egipto, partió nuevamente hacia La Meca para realizar otra peregrinación. Cumplido el cuarto hajj, el aventurero pensó al fin en volver a casa, a Marruecos, casi un cuarto de siglo después de haberla abandonado.
Los catalanes retenían a menudo a los sarracenos a cambio de un rescate, así que, apenas llegado a la isla, volvió a embarcar y partió a Argelia.
En Alejandría puso rumbo a Túnez a bordo de un navío catalán que lo llevó primero a Cerdeña, que aún pertenecía a la Corona de Aragón. Y a pesar de haber sobrevivido a ataques de piratas y a las furibundas iras de sultanes y príncipes, a Battuta le pudo el miedo. Los catalanes retenían a menudo a los sarracenos a cambio de un rescate, así que, apenas llegado a la isla, volvió a embarcar y partió a Argelia. Marruecos estaba ya al alcance de la mano, pero poco antes de poner pie en su Tánger natal supo que su madre había sucumbido a la peste negra. En casa fue recibido como un héroe, y sus historias llegaron a oídos del mismísimo sultán de Fez. Corría el año 1350.
Si creyó que iba a disfrutar de una temporada de sosiego, se equivocaba. Sin tiempo para deleitarse con las mieles del éxito, el sultán le encargó un nuevo viaje, de menor envergadura pero muy importante: explorar una serie de territorios africanos desconocidos, el semilegendario imperio africano de Mali, donde debería comprobar de dónde procedían los esclavos, el oro y la sal.
Antes de cumplir con esa misión, no obstante, Battuta decidió hacer una incursión a la península ibérica. Alfonso XI de Castilla amenazaba con conquistar Gibraltar, por lo que el viajero se unió a un grupo de musulmanes que salían de Tánger con la intención de defender el puerto. Sin embargo, para cuando llegó, la peste negra había matado al rey castellano y la amenaza había desaparecido. Se dedicó entonces a emprender un tour por Al-Ándalus, del que solo quedaba ya un reducto. Pasó por Málaga y Granada, y también por Marbella, de la que dice en sus crónicas que es una ciudad de gran belleza, hasta llegar a Valencia.
De nuevo en Marruecos, Battuta partió para cumplir el encargo del sultán. Atravesó en caravana el Atlas y finalmente arribó al imperio de Mali. Lo que vio allí le disgustó en gran medida. En sus crónicas afirma sin reparos que le desagradaban aquellas gentes. Le contrariaba cómo vivían y detestaba su pobreza, que contrastaba enormemente con el lujo del sultanato de Delhi, aunque loó su religiosidad. Tras casi un año en aquel reino, un centro de comercio del oro y la sal, decidió continuar hasta Tombuctú, que, aunque dos siglos después se convertiría en la ciudad más importante de la región, en aquella época era todavía pequeña y de relativo peso.
Su rihlah, además de cubrir más de 100.000 kilómetros en tres continentes, posee una gran riqueza de datos históricos, geográficos, faunísticos, folclóricos y etnográficos del mundo que iba recorriendo. 
Ya en Níger recibió una orden: debía regresar a Marruecos, y esta vez para quedarse. El sultán le exhortó a recoger por escrito todos sus viajes. Lo hizo antes de morir, en algún momento entre 1368 y 1377, con ayuda de un joven granadino. Durante siglos, su libro quedaría relegado al olvido, incluso en el seno del mundo musulmán. Tuvo que llegar el siglo XIX para que se redescubriera y se tradujese a varios idiomas. A través del islam se considera hoy la cumbre de la literatura de viajes escrita en árabe en la Edad Media. Es cierto que antes que Battuta hubo otros, como viajeros persas del siglo XI que narran su periplo de Persia a El Cairo, o un libro andalusí que relata viajes del Magreb a Bagdad. Pero el de Ibn Battuta es el más preciado y popular por lo que explica y cómo lo explica.
Su rihlah, además de cubrir más de 100.000 kilómetros en tres continentes, posee una gran riqueza de datos históricos, geográficos, faunísticos, folclóricos y etnográficos del mundo que iba recorriendo. Narró en una crónica amena y a menudo con minucioso detalle tanto costumbres cotidianas como sucesos asombrosos, leyendas y acontecimientos de los lugares por los que pasaba, salpicando el relato incluso de cotilleos. Sus viajes y descripciones tejen una imagen muy rica y en primera persona de una civilización árabe diversa y cosmopolita, en pleno apogeo, que se expandía por el mundo.
Este artículo se publicó en el número 497 de la revista Historia y Vida. Si tienes algo que aportar, escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.