La importancia de la Córdoba islámica
Texto y fotografías de Rafael Jiménez Álvarez, Profesor de Geografía e Historia
Introducción
Se podría decir que las ciudades son como los seres vivos, o como las civilizaciones, porque nacen, crecen, llegan a su plenitud y luego decaen. Córdoba tuvo su edad dorada en el siglo X, en plena época islámica, convirtiéndose en una de las ciudades más importantes del mundo. Entonces fue ejemplo a imitar por otros muchos reinos y ciudades, así como foco de atracción para quiénes querían conocer lo más excelso del conocimiento, la ciencia, el arte y la cultura.
Esta afirmación no está sustentada en el chovinismo o amor a lo local. Son numerosos los personajes de importancia, claramente neutrales, que han puesto de manifiesto la importancia de Córdoba en dicha época. El historiador estadounidense Stanley G. Payne nos dice que “En dimensiones, servicios, cultura y economía, la Córdoba del califato no tenía rivales en Europa occidental, y en Oriente solo Constantinopla podía parangonársele”. En la misma línea se manifiesta un personaje que vivió en aquella época, la monja alemana Roswita von Ganderheim que decía de Córdoba: “Joya brillante del mundo, ciudad nueva y magnífica, orgullosa de su fuerza, celebrada por sus delicias, resplandeciente por la plena posesión de todos los bienes”. Ya en el siglo IX, dentro de lo que podemos considerar el bando cristiano de la época, su papel tampoco queda menoscabado como lo ponen de manifiesto las siguientes palabras del mártir cristiano Eulogio: “Córdoba, en otro tiempo patricia, es hoy bajo las riendas de Abd al-Rahman la floreciente capital del reino árabe, exaltada hasta la cumbre misma de la gloria. La ha sublimado con honores y ha extendido su fama por doquier, la ha enriquecido sobremanera y la ha convertido en un paraíso terrenal”.
Las ciudades importantes irradian su influencia tanto por su forma, es decir, su extensión o la prestancia de sus edificios, como por las actividades que llevan a cabo quienes la habitan. A menudo han sido autores extranjeros los que han hecho hincapié en la importancia de la Córdoba islámica, mientras que muchos historiadores españoles la han minusvalorado, cuando no han tratado a la civilización hispanomusulmana como una especie de postizo; de paréntesis; de algo que no es nuestro. Baste hojear cualquier libro de texto de historia de España para comprobar que se habla de la conquista romana o del reino visigodo pasando de puntillas sobre la palabra invasión, que sin embargo es la más utilizada para referirse a los musulmanes. O constatar la abundante bibliografía de autores españoles sobre la Hispania Romana, o los reinos cristianos del norte, en comparación con la escueta producción sobre los más de ocho siglos de civilización hispanomusulmana.
A veces hay que romper esa inercia y ponerse manos a la obra para acabar con ciertos prejuicios que van anclándose en nuestra memoria colectiva sin que nos demos cuenta. De cómo Córdoba llegó a ser esa ciudad tan importante, del legado que dejó y su trascendencia trataremos a continuación.
La ciudad
La primera cuestión que se nos puede plantear es por qué los musulmanes eligieron Córdoba como su capital. La explicación puede venir dada por dos tipos de factores: geográficos e históricos. Entre los primeros se encuentra el hecho de que era el último punto navegable del río Guadalquivir (el “río Grande” de los hispanomusulmanes), que poseía un puente y también era vadeable. En resumen, que tenía buenas comunicaciones. La abundancia de agua, proveniente de los muchos veneros y arroyos procedentes de la cercana Sierra Morena, así como el clima mediterráneo parecido al norte de África, también hubieron de ser factores a tener en cuenta. Además era desde antiguo una importante encrucijada de caminos entre el norte y el sur y entre el Atlántico al oeste y el Mediterráneo al este. Por otra parte su enclave era defendible gracias a la presencia del río y su emplazamiento sobre una elevación. Disponía de todos los recursos necesarios en sus cercanías: en la sierra bosques, ganadería y minas y en la vega y la campiña agricultura. Posiblemente su cercanía a África, de donde provenían los musulmanes, debió de contar en la elección.
Entre los aspectos históricos destaca el hecho de que ya los romanos la habían elegido capital de la Bética, la más rica de las provincias que componían la Hispania romana. A pesar de perder su carácter de capitalidad de la Bética en un momento no determinado del siglo IV, la Córdoba paleocristiana continuó en expansión. El yacimiento de Cercadilla, descubierto con las obras del AVE, o la presencia del obispo Osio en el siglo IV, ponen de manifiesto que el papel de la ciudad no había decaído. Con la llegada de visigodos primero, y de los bizantinos después, se acentúa la expansión y se produce el traslado de la sede del poder político y religioso hacia el sur, más cerca del río. Allí aparecen la basílica de San Vicente, nueva sede episcopal, y el palacio de los gobernadores, como el visigodo Rodrigo. La ciudad en el siglo VI, en plena ocupación bizantina, alcanza el apogeo. Básicamente será la ciudad que encuentren los musulmanes a su llegada y sobre la que intervendrán sin alterar significativamente los centros de poder, estableciendo en esta misma zona tanto su centro religioso (la Mezquita Aljama) como político (el palacio de los gobernantes, primero valíes, luego emires y más tarde califas).
La primera de las intervenciones islámicas se produce durante el valiato, cuando se crea la que será rauda (o cementerio) real. Con el primer emir, Abd al-Rahman I, la actividad se intensifica: reconstruye las murallas y el palacio del gobernador, ensancha las calles e inicia la Mezquita Aljama. Con su sucesor Hisham I se reconstruye el antiguo puente romano y más adelante el emir Abd-Allah hace edificar el pasillo o sabat que comunica el cercano palacio emiral con la mezquita.
A grandes rasgos, la Córdoba islámica la podemos dividir en tres partes. En primer lugar la medina, la zona noble de la ciudad, que está amurallada y contiene el palacio de los gobernantes y la Mezquita Aljama. En su perímetro corresponde a la que dejaron los visigodos. Extramuros de la medina se encuentran los arrabales o barrios no amurallados, donde vive la gente humilde. Llegó a haber hasta veinte, de entre los que destacan el arrabal de al-Sarquiyya (hoy Axerquía) al este de la medina, el de al-Garbi (“Algarbe”) al oeste y el de Saqunda (hoy Campo de la Verdad), al sur, luego arrasado por el emir al-Hakam I. La tercera parte está constituida por multitud de almunias, casas de recreo y de explotación agraria de los potentados, situadas en los alrededores de la ciudad, bien en la vega, bien al pie de la sierra. Podían ser tanto de propiedad real, como al-Rusafa, como de propiedad privada.
Diversos son los tipos de edificios que encontramos en la ciudad islámica, como variadas sus funciones. La principal función es la religiosa, desempeñada por la Mezquita Aljama, que es el centro neurálgico de la ciudad. Además de esta mezquita principal, existieron otras mezquitas de barrio, de las que al-Maqqari contabilizó más de 3.800. Junto a la Aljama se levanta el Alcázar, de función política. Entre las construcciones de función económica destacan los zocos, las alcaicerías, las alhóndigas, las cecas y el Tiraz. Los zocos son mercados abiertos; no son una construcción sino un conjunto de calles cuyas casas están habitadas por artesanos que tienen el taller y la tienda en su planta baja; se suelen agrupar por oficios cuyo nombre ha dejado huella en algunas calles de la ciudad actual (caldereros, cedaceros…). También dedicadas al comercio estaban las alcaicerías, pero en estas edificaciones se agrupaban distintos establecimientos que ofrecían productos de lujo tales como joyas o tejidos selectos, distribuidos en torno a un patio o galería que por la noche quedaba cerrado e incluso vigilado. Las alhóndigas eran alojamientos para comerciantes, que además de habitaciones para sus huéspedes contaban en su planta baja con establos para las bestias de carga y almacenes para las mercancías. Actualmente, la Posada del Potro puede darnos una idea de cómo eran estos establecimientos hispanomusulmanes. En cuanto a las cecas eran factorías para acuñar moneda, mientras que el Tiraz era una fábrica de tejidos de lujo creada por el emir Abd al-Rahman II.
Numerosos fueron también los edificios de función higiénico-sanitaria. En época de Almanzor se contabilizaban más de seiscientos baños (o hammam), donde se atendían la higiene corporal y la purificación. Existían también los maristanes u hospitales, e incluso se creó uno específico dedicado a la lepra. Por último, debemos mencionar a los cementerios o raudas, situados extramuros de la ciudad. Además de la rauda real existieron otras para el resto de habitantes, a veces, como la judía de la Puerta de los Leones, destinadas a los que profesaban otro credo religioso.
Entre los edificios públicos se encontraban la casa de correos, la casa de rehenes y la casa de la limosna, además de recintos al aire libre como la musara, para desfiles militares, y la musalla, lugar para las procesiones que contaba con un oratorio también al aire libre.
La ciudad, además del caserío, contaba con una serie de infraestructuras u obras públicas para su defensa, abastecimiento y comunicación. La muralla ceñía a la medina y presentaba varias puertas en sus cuatro puntos cardinales, como la Puerta del Puente al sur, la de los Leones al norte, la de Toledo al este o la de Sevilla al oeste. También existía un foso con un perímetro de veintiún kilómetros que la protegía con todos sus arrabales. Varios acueductos procedentes de la sierra la abastecían de agua. Y los puentes salvaban los ríos o arroyos, como el puente sobre el Guadalquivir o el de los Nogales hacia Medina Azahara. Numerosos caminos (al-rasif) comunicaban la capital con todos sus dominios. Entre ellos destacan el propiamente llamado al-Rasif (Arrecife) que transcurría en dirección este-oeste entre la orilla derecha del Guadalquivir y la medina.
En esta trama urbana destacaron una serie de edificios que levantaron los hispanomusulmanes, y que realzaron una ciudad objeto de admiración cuya fama trascendía al-Andalus y se extendía por reinos e imperios cercanos y lejanos. A este respecto es importante tener en cuenta la aportación musulmana al urbanismo. La civilización islámica es una civilización urbana, generadora de un modelo urbanístico original y destacado. No en vano Watt opina que “La contribución más específica del Islam se produjo en la esfera de la urbanización”. La mayoría de la población vivía en ciudades, a diferencia de los reinos cristianos coetáneos donde la población era fundamentalmente rural. Y esa estructura urbana hispanomusulmana ha dejado su huella no solo en Córdoba, sino en numerosas localidades españolas donde aún es bien visible. Se han barajado distintas cifras sobre la población de la Córdoba califal que van desde los 100.000 hasta el millón de habitantes, cantidad esta última muy discutible, aunque los recientes y continuos descubrimientos arqueológicos pueden llegar a desmitificar tan exorbitante cifra. En cualquier caso la población de Córdoba debió ser considerable; Jesús Greus opina: “Córdoba no llegó a tener más de 300.000 habitantes, cifra enorme para la Edad Media. Era una de las cuatro ciudades más grandes del mundo, junto a Constantinopla, Bagdad y El Cairo”. Si tenemos en cuenta que las principales ciudades cristianas peninsulares como Valladolid, con 25.000 habitantes, Salamanca con 15.000, Burgos con 10.000 o Segovia y Palencia entre los 6.000 y 8.000 habitantes, no alcanzaban los 30.000 ni aún en el siglo XV, podemos hacernos una idea del inusitado tamaño de Córdoba en el contexto europeo.
El edificio más destacable es la Mezquita Aljama, iniciada en el 786 por el emir Abd al-Rahman I. El edificio sufriría diversas ampliaciones en los dos siglos siguientes hasta convertirse en uno de los templos más grandes del mundo del siguiente milenio. Dado que los árabes procedían del desierto, donde las ciudades apenas existían y por lo tanto no tenían tradición arquitectónica, tanto las técnicas constructivas como los materiales se tomarían de civilizaciones anteriores; se imitaron los arcos utilizados por romanos y visigodos, pero también se usaron materiales de acarreo, como fustes de columnas y capiteles de antiguos edificios derruidos. El resultado fue espectacular porque se alzó una construcción original partiendo de elementos anteriores; en definitiva, con elementos viejos crearon un lenguaje arquitectónico nuevo y personal de gran trascendencia. El sucesor del primer omeya, Hisham I, construyó el alminar y ya en el siglo siguiente Abd al-Rahman II realizó la primera ampliación, en la que se siguieron utilizando materiales de acarreo, aunque ya aparecieron algunos capiteles, los llamados “de pencas”, labrados a propósito. El siglo X fue el de las grandes intervenciones. La ciudad había ido creciendo en habitantes e importancia y resultaba necesario ampliar su mezquita mayor.
Abd al-Rahman III, el primer califa, mandó levantar un nuevo alminar prismático que sería modelo para los minaretes del norte de África. Este minarete sobrevive hoy, parcialmente desmochado, embutido en la torre de la catedral cristiana construida en el siglo XVI. Conocemos su alzado gracias a imágenes en relieve que se han conservado. El hecho de que sea prismático es destacable, por cuanto hasta entonces los alminares habían sido de planta circular. Este modelo, como se ha dicho, sería imitado en el norte de África, como es visible en Marrakech, y de allí lo importarían los almohades al construir su gran mezquita en Sevilla, dando lugar a la conocida Giralda. Pero la trascendencia de este alminar no para aquí, pues la Giralda a su vez sería fuente de inspiración para las torres de las iglesias mudéjares cristianas, consecuencia esta que resulta especialmente visible en las iglesias de Teruel. Se convirtió así en una especie de alminar de ida y vuelta, como esos tangos de Cádiz que llegados a América retornaron transformados en habaneras.
Con al-Hakam II se llevó a cabo la más rica y bella ampliación de la aljama; los materiales fueron todos nuevos; se utilizaron mármoles, se tallaron atauriques e incluso se trajeron mosaicos desde la lejana Bizancio; aparecieron los arcos polilobulados y entrecruzados y las cúpulas nervadas de los lucernarios. En el siguiente reinado Almanzor llevó a cabo la ampliación más extensa de la mezquita, aunque también la más pobre. Para realizarla se hubieron de expropiar viviendas situadas al este, porque resultaba imposible seguir ampliando hacia el sur a causa del desnivel producido por el cercano cauce del Guadalquivir.
En el siglo X asistimos a la creación de una nueva ciudad, llamada a ser capital y sede del poder político omeya. Abd al-Rahman III decide construir la ciudad palatina de Madinat al-Zahra (La Ciudad Resplandeciente), según la leyenda por motivos amorosos pero en realidad por razones estrictamente políticas y de prestigio personal, pues se trataba de realzar su recién adquirida dignidad de califa, al tiempo que imitaba y rivalizaba con los califas orientales de Bagdad y El Cairo. Las obras se iniciaron en el año 936 y para ellas se trajeron materiales ricos incluso desde otros países. Su diseño resulta sorprendente frente a la idea difundida del urbanismo islámico como laberíntico. A unos 5 kilómetros de Córdoba en dirección oeste y a los pies de Sierra Morena, se delimita un rectángulo amurallado, un tanto irregular en su lado norte para adaptarse a la topografía, que tiene casi 1.800 metros de este a oeste y 800 de norte a sur. Su trazado interior es rectilíneo y está bien abastecido por acueductos procedentes de la sierra. En el centro de su lado norte, con planta cuadrada y amurallamiento propio, se levanta el alcázar, sede de la corte y residencia del califa y los altos cargos del gobierno. Tal área ocupa un 10 por ciento de la superficie de la ciudad y es la única que se ha excavado hasta la actualidad, junto con la mezquita, que se encuentra adosada al lado oriental del alcázar aunque extramuros de él. El conjunto se extiende en terrazas, correspondiendo la superior al alcázar y la inferior a la ciudad propiamente dicha, donde se levantan la mezquita y las casas de sus habitantes. En el alcázar los edificios se agrupan en torno a patios; excepto el principal de ellos: el Salón del Trono, también conocido como Salón Rico o de Abd al-Rahman III, que se abre a un espacio ajardinado donde el agua adquiere protagonismo con la presencia de cuatro albercas y canales que lo recorren.
A pesar de ser una magnífica creación fruto de un reino en su cénit, a pesar de la solidez y riqueza de los materiales empleados, y a diferencia de la Alhambra granadina, Medina Azahara no llegó a sobrevivir ni siquiera un siglo a su creación. Marginada primero con la fundación de Madinat al-Zahira por parte de Almanzor al filo del milenio, fue destruida a causa de la fitna o guerra civil acaecida hacia el año 1010, que acabó poniendo fin al Califato de Córdoba y dando lugar a la creación de los débiles reinos de taifas musulmanes. Desde entonces, y hasta el mismo siglo XX, sus materiales fueron objeto de desmantelamiento y saqueo, tanto para construcciones cristianas, como el cercano monasterio de San Jerónimo, como para embellecer construcciones islámicas posteriores en al-Andalus y en el norte de África. De ahí que no sea extraño ver un fuste o un capitel procedente de Medina Azahara en alguna casa de Andalucía o de Marruecos. Peor suerte corrieron los mármoles de sus pavimentos, muchos de ellos triturados para ser convertidos en cal.
Pero la arquitectura de esta época también nos ha legado el llamado “rectángulo cordobés” o “proporción cordobesa”, lo que está relacionado con la “proporción áurea” o “divina proporción” utilizada en época antigua como canon de belleza en la planta y el alzado de los edificios. En definitiva, se trata de que un rectángulo, para resultar atractivo o bello, debe mantener ciertas proporciones entre sus lados. El cordobés, estudiado por el arquitecto Rafael de La-Hoz, difiere en sus proporciones del clásico, pero su resultado es igualmente bello. Está presente en muchas construcciones de la época.
Los hombres
Pero las ciudades no las hacen solo sus edificios, sino la actividad cotidiana de sus gentes y las relaciones que entre ellas se establecen. Naturalmente la gran mayoría de habitantes de Córdoba eran gentes humildes, dedicadas al trabajo en la agricultura o la artesanía, con el preceptivo descanso de los viernes. Hablar de su forma de vida merece, como mínimo, un artículo propio, por lo que en esta ocasión nos limitaremos a trazar un breve esbozo de algunos personajes destacados, influyentes o significativos. Los hay de varios siglos, de varias ocupaciones, de varias religiones: monarcas y médicos, musulmanes y judíos; también podríamos haber incluido algún cristiano, pero hemos tratado de no extendernos demasiado al tiempo que realizar una selección lo más variada y demostrativa posible.
Abd al-Rahman I, el primer emir
Vivió en el siglo VIII. Era nieto del último califa omeya, el que consiguió sobrevivir a la matanza de su familia a manos de los abasíes. Tras años huyendo de sus perseguidores, atravesó el norte de África y consiguió llegar a las costas de al-Andalus, donde contaba con partidarios. Junto a ellos derrotó al wali o gobernador abasí y de este modo pudo proclamarse emir independiente del califato abasí en el año 756. Es por tanto el primer emir y fundador de la dinastía omeya cordobesa. Fue llamado “El Emigrado” y también “el Sacre Omeya”. Inició la Mezquita de Córdoba y levantó la almunia de al-Rusafa. Ibn Idhari nos ha legado este retrato de él: “Era alto, rubio, tuerto, de mejillas enjutas y tenía un lunar en el rostro; llevaba los cabellos esparcidos en dos tirabuzones…Tuvo once hijos varones y nueve hijas”.
Ziryab, el músico
Este nombre es un apodo que significa mirlo o pájaro negro. Nació en Bagdad y se dedicó a la música, pero los celos profesionales de su maestro le empujaron a emigrar. Abd al-Rahman II lo llamó a su corte, donde su influencia, no solo en el campo de la música, resultó enorme. Introdujo la quinta cuerda en el laúd e impuso el plectro de garra de águila en lugar del habitual de madera. Prácticamente se convirtió en el árbitro de la elegancia, una especie de Petronio, de la Córdoba del siglo IX. Introdujo el ajedrez (que después se extendería por el occidente cristiano), las copas de cristal en sustitución de las metálicas, el orden en que se debían servir los platos…e incluso llevó a la mesa los hoy considerados exquisitos espárragos trigueros. Aunque fueron muchas más sus curiosas aportaciones.
Abenbaxir, el juez
Su nombre en árabe es Muhamed ben Baxir. Nacido en Beja, actualmente en Portugal, este juez estudió en Córdoba en el siglo IX. Fue recomendado por un enemigo para ocupar la plaza de un importante juez recién fallecido. El emir al-Hakam I lo mandó llamar, cita a la que acudió puntualmente, no sin antes hacer un alto en Almodóvar para pedirle consejo a un amigo eremita con respecto a si debía aceptar el cargo. Su amigo le hizo tres preguntas cuyas respuestas ponían de manifiesto su integridad, por lo que el eremita le aconsejó que aceptase. Fue uno de los mejores jueces de al-Andalus. Pronunció una sentencia contra el propio emir, negándole el derecho sobre los molinos del puente. Al-Hakam I no solo no tomó represalias contra él, sino que agradeció la imparcialidad de su sentencia.
El primer califa: Abd al-Rahman III
Apodado al-Nasir (el Victorioso) fue elegido sucesor por su abuelo, este personaje, duro y sensible a la vez, se proclamó califa en el año 929. Llevó al-Andalus a la cumbre de su esplendor en todos los sentidos. Construyó un nuevo alminar para la Mezquita y mandó levantar Medina Azahara, donde trasladó la corte. Llegó a tener 3.500 esposas y se vio obligado a ejecutar a uno de sus hijos. Declaró que a pesar del poder de que había gozado, solo había sido feliz catorce días a lo largo de toda su vida. Ibn Idhari lo muestra así: “Tenía la piel blanca y los ojos azul oscuro; era de estatura mediana, hermoso de cuerpo y elegante; se teñía de negro”.
Dos médicos: Hasday Ibn Shaprut y al-Gafeqi
Ibn Shaprut vivió en el siglo X y fue un judío que alababa la tolerancia. Llevó a cabo la cura de obesidad de Sancho I el Craso, rey de Castilla que se trasladó hasta Córdoba para someterse a su tratamiento durante el reinado de Abd al-Rahman III. Entre otros méritos cuenta el de haber traducido del griego al árabe el importante tratado de medicina de Dioscórides.
Al-Gafeqi vivió dos siglos después, era árabe de familia oriunda de Belalcázar. Destacó como oculista, siendo experto en operar de cataratas. Escribió una obra titulada Guía del oculista, cuyo manuscrito se conserva en la Biblioteca del Real Monasterio del Escorial. Fue también buen farmacéutico y se discute si fue el inventor de las gafas, nombre que puede derivar del suyo.
Dos filósofos: Averroes y Maimónides
Además de su sabiduría y de ser coetáneos, pues vivieron durante el siglo XII, ambos comparten el hecho de haber sufrido el exilio, siendo uno árabe y el otro judío. El filósofo Averroes, que pertenecía a una familia de destacados juristas musulmanes, nació en Córdoba y murió en Marrakech, aunque su cuerpo fue trasladado hasta la ciudad natal. Sus obras abarcan la teología, la medicina, la astronomía y las ciencias jurídicas, pero donde se convierte en una personalidad destacada es en filosofía porque hizo posible la reentrada en Europa de la cultura clásica.
Moisés ben Rabbi Isaac (Maimónides) nació igualmente en Córdoba, en el seno de una importante familia judía que se consideraba descendiente de David. Gran médico y filósofo, hubo de exiliarse a El Cairo a causa de la intolerancia de los almohades; allí se convirtió en médico y secretario de Saladino. Destacan sus libros sobre medicina y su obra Guía de perplejos, compendio del saber judío de la época.
El legado
La importancia de la ciudad es también visible en la toponimia, encontrando localidades en varias provincias españolas cuyo nombre deriva del de nuestra ciudad, como Cordobilla de Lácara (Badajoz) o Cordobilla de Aguilar (Palencia).
Pero el legado de aquella civilización que tuvo Córdoba como centro no está únicamente compuesto de algunos edificios y varios nombres de personajes que han pasado a la historia. Si cabe, lo más importante de él es una serie de conocimientos, de prácticas y de costumbres que se incorporaron no solo a la vida cotidiana de nuestro país sino que, irradiando desde aquí, pasaron a formar parte de la de otros muchos.
En este legado podemos distinguir dos grandes grupos: el, digamos, más “material” y el más inmaterial. El primero sería el que todavía es más palpable, más visible, mientras que el segundo resulta el más intangible, el que forma parte de las ideas, del intelecto.
Dentro de ese legado que hemos denominado material encontramos la introducción de nuevos cultivos, como los cítricos, el algodón, el melón, el azafrán, la berenjena, el arroz o la caña de azúcar, que luego los españoles llevamos a América. También se perfeccionaron o introdujeron nuevos sistemas de cultivo y de regadío que han llegado casi hasta nuestros días. Igualmente incorporaron novedades con respecto a los animales, como la introducción de la oveja merina (luego tan trascendente para la economía castellana) o el gusano de seda. Nuestra gastronomía actual sería inimaginable sin el concurso de las aportaciones hispanomusulmanas, porque ellos inventaron los sorbetes o trajeron las albóndigas, el turrón y el mazapán, entre otros. En el campo de la artesanía desarrollaron el trabajo en cuero (cordobanes) o la fabricación de azulejos. Y qué decir de instrumentos como el astrolabio sin el cual el descubrimiento de América hubiese sido casi imposible.
No menos trascendente fue el legado inmaterial: las aportaciones en las matemáticas, en la lengua y en la literatura, en la medicina o en la filosofía. Es significativo que la palabra álgebra sea de origen árabe, pero mucho más importante es que el desarrollo de las matemáticas hubiera sido imposible sin la incorporación de los números utilizados hoy día, que sustituyeron a los romanos y fueron introducidos por los musulmanes. Son numerosas, más de tres mil, las palabras del español de origen árabe; desde las relacionadas con el agua (acequia, alberca, noria) a las relacionadas con la construcción (albañil) o la topografía (arrecife), incluyendo expresiones tan castizas como “¡ojalá!” (quiera Dios) y “¡olé!”. También la literatura española es deudora de la hispanomusulmana, como lo demuestran las jarchas.
En definitiva, todo un legado sin el que es imposible entender la historia de España y aun la del occidente cristiano.
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