viernes, 4 de julio de 2014

Maradona

Esteban Laureano Maradona (1895-1995)

Por 1986, Otelo Borrón y Roberto Vacca dirigían la serie de documentales y fascículos inolvidables: Historias de la Argentina Secreta. Hasta ese momento el apellido Maradona representaba inequívocamente a una sola persona: el máximo jugador de fútbol que conocimos. “No sé si somos parientes. Me han dicho que es un muchacho millonario” dijo otro Maradona. El comentario le pertenecía a un anciano humilde, protagonista de una historia secreta, la de El hombre que perdió el tren. Gracias a ella, se replicó el famoso apellido sobre un desconocido doctor y naturalista, que se llamó Esteban Laureano Maradona.

Fue médico de campaña durante la Guerra del Chaco. Curó –sin cobrar honorarios- a aborígenes y criollos en parajes olvidados. Su casa, tan humilde como la de sus pacientes, fue sede de su precario “hospital”. Arquetipo del médico gaucho, en ese mundo de monte y barro, operó a los ponchazos sobre carretas y atendió partos bajo la luz de la luna o el resplandor de los fogones. Allí, peleó contra el mal de Chagas, la tuberculosis, la lepra, el cólera, la sífilis y el paludismo. Estudió la naturaleza de los montes chaqueños. Trazó senderos para acceder al río Bermejo. Exploró nuevas fuentes de agua potable para la gente. Escribió trece libros, todos agotados, algunos publicados por universidades de Estados Unidos y la mayoría, inéditos. Fundó una escuela y una colonia aborigen. Renunció a todos los honores. Fue nuestro prócer más pobre: “Soy el médico más zaparrastroso del noroeste argentino”, llegó a reconocer. Pero aun en la indigencia absoluta, se mantuvo firme y donó el dinero de un premio que había recibido para becar a jóvenes médicos formoseños recién recibidos.

Ante el emocionante testimonio de aquel documental le escribí al Dr. Maradona. Una foto del fascículo de “Historias de la Argentina Secreta” me permitió leer la chapita clavada sobre la puerta de su casa en Formosa: “M.Moreno 127”, en Estanislao del Campo. No necesité más datos. Recién 11 años más tarde, supe –por sus herederos- que esa carta había llegado. Pero Maradona había muerto y me contactaban para integrar una comisión de homenaje que rescatara y conservara sus manuscritos desde la Universidad de Buenos Aires.

Maradona nació el 4 de Julio de 1895 en Esperanza, Provincia de Santa Fe. Pasó su infancia en Barrancas, a orillas del río Coronda. Él lo recordó así: “Vivíamos aislados de todo centro poblado y mi familia, que era muy religiosa, nos enseñaba a leer y escribir. Y pasábamos el tiempo en los montes, cazando en las costas del río, pescando. Éramos siete hermanos, y vivíamos en un estado natural, como los indios”. Será por eso que nunca se lo escuchó quejarse de su pobreza en la otra punta de su vida. Más tarde repartió sus estudios entre Santa Fe y Buenos Aires, donde terminó estudiando medicina, tras haber sido alumno de grandes figuras, como Bernardo Houssay, Pedro de Elizalde, Eliseo Segura, Braun Menéndez, José Arce y Gregorio Aráoz Alfaro, entre otros. Una vez concluida su carrera puso rumbo al norte: “Cuando me recibí, abrí mi consultorio en la calle Santa María de Oro, en Resistencia. Había muy pocos médicos. Durante ese tiempo yo hacía viajes a Barranqueras para atender a mis enfermos. Y también me dediqué, como una especie de periodista de campaña, a escribir algunos artículos en La Voz del Chaco y a explorar la Isla del Cerrito Argentino para estudiar botánica. Para los años 1931 y 1932 daba un ciclo de conferencias todos los sábados sobre la ley 9.688 de Accidentes de Trabajo. Pero los capitalistas me tenían entre ojos, y como yo atacaba al gobierno militar del Señor Uriburu, me perjudicaron; la policía me perseguía. Un día opté, entonces, por viajar para el Paraguay. Eran los fines del ’32 y empezaba la guerra paraguayo-boliviana. Allí presenté mis condiciones de médico para actuar con un fin humano y cristiano, para restañar las heridas que pudieran infligirse al soldadito que cae en la batalla. No me importaba que fuera paraguayo o boliviano. Pero cuando llegué a Asunción me tomaron preso: creyeron que yo era un espía. Finalmente, la guerra terminó en el año ’35 y yo me vine renunciando a una demostración que trataron de hacerme hasta con banda de música”.

Es que, intencionalmente, omitió aclarar que logró desempeñarse salvando vidas y que llegó a ser el Jefe del Hospital Naval de Asunción, donde redactó el reglamento de Sanidad Militar del Paraguay. Eludiendo medallas y diplomas, prefirió ocupar su tiempo atendiendo a los pobres leprosos de Ytapirú, en ese país. En Asunción se enamoró de Aurora Evali, sobrina del presidente paraguayo, quien murió de fiebre tifoidea sin requerir, por novelesco pudor, los servicios del novio médico. Maradona no se recuperó nunca de ese amor truncado.

Después de aquellas experiencias sintió cierta necesidad de regresar a Buenos Aires, pero eligiendo un itinerario inquietante: “Terminó la guerra en el ’35, me vine a Formosa y como siempre hacía esos viajes de Asunción para Buenos Aires, opté por ir a Salta y Jujuy para conocer elementos históricos que operan desde los tiempos de la guerra de la independencia, y donde mis antepasados tuvieron alguna actuación. Y después pasar a Tucumán, para visitar a mi hermano Juan Carlos, que era intendente de la ciudad. Desde allí seguiría viaje para establecerme en Buenos Aires junto con mi madre”. Pero a bordo del tren que recorría longitudinalmente Formosa hasta Salta, se encontró con su lugar en el mundo. Al llegar a Estanislao del Campo, gritaban pidiendo auxilio. “Cuando vine para acá había dos trenes por semana, y no sé quien supo que yo era médico. Había un coche de primera y dos de segunda. Paramos porque había que demorar dos o tres horas para cambiar la máquina. Entonces, me dijeron que había una enferma que desde hacía tres días no podía tener familia, que si no podía atenderla mientras el tren estaba detenido. La vi muy grave y el caso es que me quedé para poder atenderla. Cuando quise levantar vuelo y fui hasta la estación a esperar el tren con el que debía seguir viaje, resultó que allí me estaban esperando enfermos de los cuatro puntos cardinales: de Ibarreta, Comandante Fontana, Pozo del Tigre, Ingeniero Juárez, y de San Martín II, que queda como a veintitantas leguas de acá. Entonces con ese motivo no pude continuar y así perdí mi tren y mi puesto en Buenos Aires.” No es cierto que no pudo continuar. Eligió quedarse. Y lo hizo por 55 años, conviviendo con criollos e indios tobas, wichí y pilagás. Allí, aprendió el idioma de esta gente para enseñarles a leer y escribir en castellano, a construir sus casas con ladrillos y a cumplir normas elementales de higiene y profilaxis. Vivió curando y educando con sus escasos recursos. Se ganó el aprecio de los indios, quienes le cambiaron el desconfiado tilde inicial de "brujo" por el de "Piognak" (que significa "Dr. Dios" en pilagá).

Desde su casita de ladrillos sin pintar, con un techo precario, sin luz eléctrica, ni agua de red, con su cama sin colchón, oficiaba el único “hospital” conocido en la región. Con una extraña vincha que le sujetaba el pelo blanco, con un poncho sobre los hombros y los zapatos embarrados, caminó silenciosa y solitariamente hasta donde fuese necesario para atender a varias generaciones de olvidados. Pero es poco lo que se conoce de este tipo de médicos. En gran medida, porque no hacen un culto de su persona. Su mirada y su discurso está sobre los demás, sobre sus pesares y desdichas. Sobre cómo aliviarlas. Y eso no era fácil: “Cuando yo llegué empezaron los problemas. Todo esto era monte, sólo había cuatro o cinco ranchos y estaba todo rodeado de indios, que por otra parte me querían matar. Tanto que uno de ellos, que era famoso, me agarró de las solapas y me sacudió, amenazándome. Pero nunca les tuve miedo ni me demostré asustado. Sino que soy así nomás. Pero con la palabra dulce y la práctica de la medicina, tratando las enfermedades, dándoles trabajo y consiguiéndoles algunas ropas, las cosas fueron cambiando. Así los traté hasta hoy. Me remangué sin ningún temor, arriesgando mi vida y también mi salud.” Por eso, más que médico fue apóstol de la medicina.

La confianza ganada le permitió conocer esa vida maltratada, que supo denunciar desde sus libros, como lo hizo en 1936, cuando publicó “A través de la selva”: “La explotación del indígena americano no es una novedad. Diez a veinte centavos por hachar leña, siempre la más dura. Diez centavos por acarrear agua en barriles durante tramos de seis cuadras. Un peso diario para que transporten todo tipo de cargas. Y qué decir de los ingenios jujeños, salteños y tucumanos y de otros que efectuaban los pagos con vales, con cosas deterioradas e inservibles, con coca, tabaco, alcohol. Por eso mismo todo indio, al ser requerido para una changa, sea quien fuere el solicitante, tiene como estereotipada la defensiva frase que pronuncia en gerundio: ¿cuánto pagando?” Pero esta franqueza y este tipo de denuncias le valieron tanto persecuciones iniciales como apoyo nacional más tarde para aliviar ese sistema de explotación de la mano de obra “barata”.

Entre esas ingratitudes y adversidades, se hizo tiempo para cultivar su otra vocación: la del naturalista. Su inquieta personalidad lo llevó a explorar los ríos Pilcomayo y Bermejo y los montes del Chaco, Formosa y Salta; a estudiar etnografía y las parcialidades indígenas, la fauna, la flora y el clima de sus regiones, a la manera de Félix de Azara y de Amado Bonpland. En sus apasionadas recorridas supo ver la belleza del monte formoseño, casi desconocido, sin guías de campo ni libros referenciales que le facilitaran sus exploraciones. Pero esa orfandad bibliográfica no le impidió descubrir plantas medicinales, detectar el silencioso paso del oso melero, reconocer por su repiqueteo al “pájaro carpintero” e integrar sus hallazgos con el saber zoológico o botánico de los aborígenes. Como si fuera poco, combinó sus dotes de observador con su habilidad de dibujante, logrando manuscritos maravillosos. A este Maradona, particularmente, la Fundación Vida Silvestre lo recuerda con gratitud y admiración, más cuando repasamos su obra humanitaria.

Entre sus libros y tratados, unos publicados y otros inéditos, encontramos títulos como "A través de la selva", "Una planta providencial", "Dendrología" (cinco volúmenes), "Animales cuadrúpedos americanos" (tres volúmenes con textos e ilustraciones sobre mamíferos y reptiles), "Aves" (tres volúmenes ilustrados), "Plantas cauchígenas" y un “Vocabulario toba-pilagá”, con más de 3.000 palabras traducidas al español.

En su enclave formoseño vivió hasta 1985, oportunidad en que su cuerpo, ya con 91 años, dijo "basta". Al decir de Rodríguez Bornett: "... cuando la ancianidad quebró su físico, y la pobreza, junto a la soledad lo acompañaron a cerrar esa etapa de su vida, la selva enmudeció, para que se abriera esa maravillosa y melancólica historia de amor que el mismo encarnó..." Sus últimos años transcurrieron en Rosario, en la casa que le brindó su sobrino nieto, José Ignacio Maradona. Recibió allí numerosos homenajes de instituciones nacionales y extranjeras. Reprochaba al periodista Francisco N. Juárez que lo había “descubierto” el 27 de noviembre de 1967 a través de un artículo publicado en “Primera Plana”: "Por culpa de usted que apareció, perdone, como esos galgos que olfatean la alimaña, dejé de ser un ilustre desconocido", porque “si algún asomo de mérito me asiste en el desempeño de mi profesión, éste es bien limitado; yo no he hecho más que cumplir con el clásico juramento hipocrático de hacer el bien”. Entre los numerosos premios, medallas, placas y otros reconocimientos merecen destacarse el Premio al Médico Rural que le concedió en 1980 la Asociación Médica Argentina y la Revista Iberoamericana de Infectopatología y el galardón internacional Estrella de Medicina para la Paz, que le otorgó en 1987 la Organización de las Naciones Unidas.

En atención a las extraordinarias virtudes de altruismo, sacrifico, desinterés y solidaridad hacia sus semejantes recibió de esos homenajes tardíos, pero también la calificación de "héroe cívico del siglo XX", con la que lo encuadró el Congreso de la Nación, que a voluntad del Poder Ejecutivo, lo había postulado en dos ocasiones como candidato argentino para recibir el Premio Nobel de la Paz, aunque ese premio no se le concedió.

Por 1976, en el Instituto de Conferencias de La Prensa, el Dr. Osvaldo Loudet lo presentó de un modo elocuente: “... Ha conversado más con las plantas y los animales –que sólo un naturalista puede comprender-, que con los hombres, que tienen el arte de mentir. Si le ha preocupado el prójimo enfermo y civilizado, más le ha conmovido el ser primitivo y abandonado. El gesto más admirable de su vida fue dejar el ejercicio de su profesión en una orbe poderosa y rica para luchar en un medio inhóspito y desierto. Hay renuncias heroicas y memorables, como ésta de abdicar de la comodidad, de la quietud y del éxito fácil, para sustituirlo por la lucha ardua, el sufrimiento compartido, la esperanza renovada, la gloria íntima y silenciosa. Es el caso de este hombre. Siempre he elogiado al médico rural, el de hace medio siglo, perdido en las llanuras o en las montañas, sin los recursos técnicos actuales, sin los medios de comunicación presentes, sin un amparo oficial organizado. El viejo médico rural y el médico de familia van desapareciendo y con ellos un amor de sacrificios, una asistencia sin egoísmos, una caridad sin otra recompensa que la gratitud del enfermo, la tranquilidad de la propia conciencia y la alegría del deber cumplido, luchando sin cuartel contra la enfermedad y la muerte. Yo he conocido la época romántica de la medicina, antes del reinado del naturalismo y la economía, y me entristece la decadencia moral del momento contemporáneo. Deseo recordar que más allá del médico rural, ya moribundo, existen dos tipos excepcionales: el médico del desierto y el médico de la selva. Ejemplo del primer caso es el doctor Schweitzer, en el Àfrica Meridional francesa, dedicado a curar a los negros. Ejemplo del segundo caso es el doctor Maradona, dedicado a curar a los indios. Los dos se alejaron del hombre ‘civilizado’ para acercarse a hombre ‘primitivo’, enfermo sufriente y olvidado. Los dos comprendieron y sintieron la soledad y el dolor del prójimo, sin ninguna culpa y sin ningún consuelo. Hay, sin embargo, una diferencia: el primero fue conocido universalmente y se le otorgó con justicia el premio Nobel. El segundo es un desconocido universal y sólo es recordado en las aldeas humildes que tanto amó, curó y salvó.”

Aunque varias veces fue candidato a dicho premio, no lo recibió. Pero no fue ésa la mayor ingratitud. Ésa está dentro de las fronteras de este mismo país que no sabe apreciar a sus héroes. Que los homenajea o elogia cuando ya no están en este mundo. El “Doctorcito Dios”, el "Doctor Cataplasma", el "Doctorcito Esteban" o "el médico de los pobres" –como también lo conocieron- falleció acariciando el siglo de vida, el 14 de enero de 1995, en Rosario. Por eso, el homenaje que seguramente más le hubiera gustado es que otros médicos y naturalistas dieran continuidad a su obra en las tierras que dejó. Dijo de él Antonio Requeni: "... Maradona, misionero laico y salvador de vidas, en su trayectoria no puede menos que hacernos reflexionar sobre la trágica confusión de valores que afecta a la sociedad argentina".

Claudio Bertonatti

 

No hay comentarios.: